Descascarada. La piel. Hasta el vientre. Hondo. Cala hondo la pregunta con pretensión de respuesta. Con delirios de certezas. Imagino este papel virtual en blanco, sin pedirme a gritos ser llenado, y este cuerpo sin pedirme ser sanado, y ese cuerpo sin pedirme ser amado. Todo lo que se instala en mi cerebro, con ganas de ser eterno, termina siendo más efímero que este segundo que ya ha muerto. Hasta yo misma escapo de mis ganas inconscientes de perpetua. Como si pudiera quedarme para siempre. Como si quisiese hacerlo. Como si valiese.
Me recuesto sobre mi espalda, que se recuesta sobre un colchón, que se recuesta sobre ese sudor que dejó escrito en los pliegues de mis sábanas lo que nunca me animé a decirme en voz bien alta. Así es que pretendo decodificar los pliegues y las broncas, las letras invisibles y la herida recubierta, la cama hecha a medio hacer y la vida pateada a medio caminar. Cómo haré para saber qué me digo a veces a mí misma. Si es que ni siquiera intento releerme. Repasarme. Resumirme. Y volver a reescribirme.
Tantas tachaduras negadas en la mente, en el alma, en las sienes, en las manos, en las ganas. Ir hacia delante como si de ese modo estuviese yendo. No quedarme atada al anzuelo, ni al recuerdo, ni a lo oscuro, ni a ese duelo, como si el olvido se instalase así nomás a descansar conmigo en algún lecho. Como si cerrar esa ventana me permitiese protegerme del invierno.
Mara
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