Abrió los ojos como compuertas dispuestas a explotar, y nunca más pudo cerrarlos, o no quiso, o no supo, o no. Escribió cientos de historias que abrazaban y sangraban, en la misma proporción, y no borró ni media letra de esas. Se recorrió en el narrarse por los años, en los versos, por los nombres, en los golpes, por los besos, en las ruinas, por el verde, en su muerte, por su creo. Exaltó el sentir a pesar de la frialdad de todos los después, rascó, picaba fuerte, excavó, sufría hondo, dudó, sabía a nada.
No se puede ser lo que no se quiere ser. Repetía. Convencida de la página primera que anunciaba su trayecto, en blanco, sin siquiera un cuarto de razón y mandamiento. No sabía de memoria, sentía de memoria. Y frente a tantos otros con ganas de encauzarla, sólo dejó claro que ese manual imaginario era motivo y sustento. Le salió amar a veces y pudo hacerlo, le salió correr muy rápido y corrió riéndose, le salió la huída y no hubo quien pudiera verla perdiéndose en miles de trayectos.
Inventó más de tres cuentos, pudiendo contemplarse en todos ellos, pudiendo palpitar en cada uno, a tiempo. Y pisó cemento y barro, libertad y encierro, pasión y lamento. No juró ni prometió la cura, pasada la tormenta, lanzó la flecha en dirección a su pecho, inyectándose la sangre de lo que era en ella, cierto. Impregnó la piel del perfume necesario que embriaga pero no marea, y se desnudó despacio con sabor a arena, a mar, a luna y cielo. Contorneó su cuerpo de la forma que precede al deseo.
Y ahora deambula. Mitad sonríe y mitad sonríe. Se atraviesa en los estados que se va pintando y en las canciones que están delante de los pasos y atrás de los ojos, donde las pupilas reconocen los primeros acordes y se abren de par en par los vuelos. Donde acapara orillas y horizontes que hace cerca, en una calle y miles de ventanas y más de una tormenta. Y cae suave donde quiere arrojarse y así levita por amaneceres, por posibles, por vestigios limpios de algún duelo.
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